sábado, 11 de octubre de 2008

LA DESPEDIDA

Por José Albites


Yo no sé, gritó el hombre cuando la vio jugando en su habitación. Tenía los ojos grandes, la mirada vacía y miserable.

Debo ignorarla, pensó.

–¿Por qué no quieres hablarme?, ¿por qué me ignoras?, ¿acaso tu existencia no es un constante quehacer de vanidades, un sin número de relaciones en los que elegir y ser amable con el forastero se dibujan en tu rostro con la ingratitud de la decencia?... ¿acaso me temes como la multitud?

El hombre, atónito, inquirió con la misma certeza de la duda:

–Estoy condenado a construirme cada instante, a tener que elegir y fallar, aceptar con responsabilidad lo que elija.

Yo sé que no me tienes miedo, dijo ella, serena y amable, con un pequeño sentimiento de culpa, ¿sabes?, soy tu complemento, coexisto en tu almohada cuando murmuras el sueño, y es cuando sueñas que te percatas de mi presencia.

Intentó el bosquejo de alguna serenidad. Escapar, donde mi relación con el infinito no exista, dejarla sola, huir, pero en este pensamiento, cuando la soledad se abrió paso sin remedio hacia el espejo de su nombre, halló la respuesta: No existe para el hombre la mínima libertad.

Callado, con un vacío donde cabe la silueta del corazón, el hombre no pudo eludir su extraña responsabilidad: ser cobijo y abrazo de aquella oscura dama… aceptarla así, dolorosa y amiga, sin temor ni presagio del olvido, sólo consentir lo veraz de lo futuro, la perfecta armonía de los días venideros.

Sólo tengo una duda, dijo la muerte, ¿te gustaría que todo el tiempo culmine en un suspiro?

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